por César R. Espinel, mitólogo
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Iniciación a la Mitología Comparada
Es muy habitual encontrar críticas a los cuentos populares por la imagen que transmiten de la mujer. Parece que debe esperar sentada (o dormida) a que un príncipe (es decir, un hombre) venga a rescatarla, y que no son capaces de hacer nada por sí mismas. La realidad es muy distinta. El cuento, como el mito (de hecho, mythos significa “relato”, que encierra una enseñanza, por lo que es lo mismo), utiliza el lenguaje simbólico. Es importante reconocernos en la princesa y el príncipe, hombres y mujeres, pero también en la bruja y el dragón. Son los principios masculino y femenino del universo, esto va más allá de hombres y mujeres. El príncipe representa la actitud que adopta el principio masculino de todos los seres humanos en su encuentro con el principio femenino encarnado en la princesa… pero también en la bruja.
El gran místico hindú del siglo pasado Ramakrishna (1836-1886) era sacerdote de un templo construido a la Madre Cósmica en Dakshineswar, un suburbio de Calcuta. La imagen del templo presentaba a la divinidad en sus dos aspectos simultáneamente, el terrible y el benigno. Sus cuatro brazos presentaban los símbolos de su poder universal; la mano izquierda superior empuñaba un sable ensangrentado, la inferior tenía agarrada por el cabello una cabeza humana cercenada; la mano derecha superior estaba levantada en actitud de “no me temáis”, con la palma abierta; mientras que la inferior aparecía extendida en ofrenda de bienes. Ella es la Fuerza Cósmica, la totalidad del universo, la armonía de todas las parejas de contrarios, combinando perfectamente el horror de la destrucción absoluta con una seguridad impersonal pero materna.
Sólo aquellos capaces de las más altas realizaciones pueden apreciar e incluso diría soportar la revelación completa de esta diosa. Para hombres de menores alcances, Ella reduce sus fulgores y se aparece en formas concordantes a las fuerzas no desarrolladas. Dicho de otra manera, contemplarla en su plenitud sería un terrible accidente de catastróficas consecuencias para la persona que no estuviese espiritualmente preparada. Para ejemplo, el de Acteón que nos relata Ovidio en su Metamorfosis. Él no era un santo, en el sentido más pleno de la palabra, sino un cazador, y no estaba preparado para la revelación de una forma (la diosa Artemisa desnuda) que debe contemplarse sin las excitaciones y depresiones humanas del deseo, de la sorpresa y del temor.
La mujer, como símbolo en el lenguaje de la mitología (insisto, es el principio femenino de hombres y mujeres), representa todo aquello que puede conocerse. El héroe es el que llega a conocerlo. La diosa guardiana de la fuerza inagotable, representada en la princesa dormida, requiere que el héroe posea lo que los trovadores denominaron un “corazón gentil”. Joseph Campbell explica de forma magistral que la diosa no se aparece a todos por igual. Dice “los ojos deficientes la reducen a estados inferiores, el ojo malvado de la ignorancia la empuja a la banalidad y a la fealdad, pero es redimida por los ojos del entendimiento.” El héroe que es capaz de apreciarla como es, sin proyecciones ni reacciones indebidas, con la seguridad y bondad que ella requiere, se convierte en rey, el dios encarnado, en la creación del mundo de ella. No por el deseo animal de un Acteón puede ser la diosa comprendida y servida debidamente. El encuentro con la diosa, encarnada en cada mujer, es la prueba final del talento y la virtud del héroe para ganar el don del Amor, lo único capaz de conciliar todos los opuestos, que es la vida en sí misma y que se disfruta como estuche de la eternidad.